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Mi camino de Yoga
En 2007 tomé mi primera clase de Yoga en un centro de mayores de mi ciudad.
En aquella sala estábamos personas de todas las edades y condiciones físicas. Olía a sándalo. La gente al llegar, en respetuoso silencio, extendía su esterilla y se tumbaba con los ojos cerrados.
No tenía ni idea de lo que era una clase de Yoga. Esperaba hacer ejercicio físico suave. No sabía nada de técnicas respiratorias ni de relajación. Tampoco de la intensidad que podía llegar a alcanzar la práctica.
Una mujer de aspecto sano y joven entró en la sala y se ubicó a la cabecera de la clase.
La clase comenzaba y terminaba con las manos juntas en posición de plegaria en un gesto respetuoso de saludo y agradecimiento.
Y entre medias, una serie cuidadosamente ordenada de posturas y ejercicios respiratorios que finalizaban con una relajación.
Después de años de haber practicado otras actividades físicas, o artísticas, como el ballet, acababa de descubrir algo que tenía un sentido completamente diferente. Me ayudaba a sentirme bien y a conocerme mejor. Era un trabajo al unísono con el cuerpo, la mente y el espíritu.
Sentí un revuelo en mi corazón. Señal de que acababa de despertar algo en mi interior.
Empecé practicando dos días a la semana. Después tres. Para mi era el momento de recargar pilas y transmutar en paz interior todas las inseguridades de la vida diaria.
Seguí practicando de manera cada vez más intensa y descubriendo dentro de mí capacidades insospechadas. Tres años más tarde decidí formarme como instructora de Hatha Yoga tradicional.
He dedicado estos últimos 12 años a impartir clases de yoga en gimnasios y centros privados de Madrid. Y acompaño con clases individuales a aquellas personas que quieren trabajar conmigo y profundizar en la práctica.
Con mi trabajo me siento parte de una inmensa cadena de seres humanos que desde hace siglos enseñan Yoga, una tradición ancestral que aúna la ciencia y el arte de la salud física y espiritual.